La decadencia del PP y el síndrome de Estocolmo

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Los asesores demoscópicos del Partido Popular deben estar que echan humo. Todo indica que el banco de confianza ciudadana se ha contagiado de las prácticas de las entidades financieras y, en una especie de venganza poética, han cerrado el grifo del crédito al PP. No cabe duda de que aún mantienen cierta parte de su granero estable de votos, pero las pérdidas de fieles entre comicios se cuentan ya por millones; y ello a pesar del mal hacer de los fogones del CIS, cada día más convertida en un chiringuito digno de Pesadilla en la Cocina.

De cualquier forma, lo extraño era justo lo contrario. Después de incumplir una a una todas las promesas que les hicieron llegar al poder, lo raro es que aún mantuvieran apoyo alguno fuera de su ámbito de incondicionales hooligans. La coartada del desconocimiento del estado real de las cosas, de la herencia recibida cuando llegaron al poder, les pudo funcionar sólo porque la derecha tiene más poder mediático del que ningún otro partido haya acaparado jamás. Pero nadie en su sano juicio podría creerlo, sobre todo cuando la deuda del gobierno del PSOE aflorada post mortem pertenecía en gran mayoría a comunidades gobernadas por el PP. Aún en el peor de los casos, se trata de cuestiones de puro principio neocon. Si se canta como un mantra en la oposición que los impuestos hay que bajarlos en situaciones de crisis para recuperar la economía ¿cómo los subieron casi 50 veces en cada viernes de dolores si ellos mismos agravaron la crisis? ¿cómo pudieron abjurar tan fácilmente de sus «ideales»?

La primera parte de la legislatura la tuvieron muy fácil. Lograron hacer ver, tras insanas sobredosis de propaganda, que todos y todas habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades y que, por eso, nos correspondía realizar un esfuerzo colectivo: debíamos pagar una penitencia al dios de los mercados por herejes. Para que lo entendiésemos, se nos hacían símiles facilones, comparando la economía doméstica con la regencia de un país. Cómo si los hogares tuvieran la capacidad de emitir moneda, de jugar con los tipos de interés o de renegociarla ad eternum esperando épocas de inflación o de hiperinflación. Pero lo cierto es que la idea, por simple y machacona, caló entre la población. Quizá sea por nuestra supuesta pertenencia a lo que se viene en llamar cultura judeocristiana (o a los PIGS como dirían otros), lo cierto es que fuimos presos de un síndrome de Estocolmo colectivo y permitimos que nos flagelaran con gusto o, peor aún, nos autoflagelamos con morbosa fruición opusiana.

Se las prometían muy felices los arriolas y los equipos de manipulación y replicación de los argumentaios matutinos del PP. Con un PSOE descompuesto, pagando su enésima traición a la clase trabajadora y la cantinela de que «no se puede hacer otra cosa», se pasaba el tiempo a la espera de un cambio de ciclo económico insuflado por los bajos precios del petróleo y las tardías medidas macroeconómicas adoptadas por el Banco Centro Europeo. La maniobra era bien sencilla: presentar los mínimos logros en el haber de nuestro país como resultados de las políticas de recorte de derechos, libertades y de las sacrosantas bases del estado del bienestar. Incluso el rescate de los bancos se logró vender como un mal menor para la defensa de los ahorradores, cuando en todo caso era para proteger sólo a aquellos que mantenían más de 100.000 euros en cuenta por titular y por banco y a los accionistas. Vamos, lo que viene siendo la inmensa mayoría de la ciudadanía… De nuevo el reparto de sacrificios y el mea culpa colectivo como si fuésemos culpables de políticas neoliberales que en nada tienen que ver con la salida de la crisis o que, en muchos casos, sólo la agravan. No hay más que ver el resultado de las recetas terroristas de la Troika sobre nuestros hermanos helenos para entender lo que se nos venía encima.

Así, teníamos a media España comulgando con ruedas de molino y, a pesar de la existencia de cierta contestación, bastante resignada en su conjunto con la idea de repetir gobierno im-popular a finales de 2015. ¿Qué sucedió para que la gente despertase del letargo y comenzara el declive del PP? La irrupción de Podemos y la creación in extremis de Ciudadanos tienen mucho que ver, pero nada es casual, son sólo reflejos de la situación general. Incluso Rajoy lo ha reconocido: el acicate de todo este proceso ha sido la corrupción y el martilleo con el que algunos medios —pocos— han golpeado las conciencias. Ni que decir tiene que, si la inmensa mayoría de los casos de corrupción hubieran afectado a partidos del espectro de la izquierda real o de la socialdemocracia, hubiésemos asistido a casos de linchamiento mediático que en nada se parecen a lo «sufrido» por el Partido Popular con una ingente masa de medios, tertulianos y periodistas pesebreros jugando a su favor.

Pero, aunque hayan sido a lo sumo poco más que un conjunto de cariñosas reprimendas, sí que han servido de catalizador para hacer reaccionar a una población adormecida. Hay que reconocer que ver a un presidente jaleando a un delincuente por SMS es poco edificante, como tampoco lo es el saber que casi toda la cúpula del Partido Popular cobraba sobresueldos en negro procedentes de donaciones ilegales. ¿Con qué fuerza moral pueden demandar esfuerzos tributarios aquellos que han defraudado a Hacienda nada más y nada menos que con la remodelación de la sede principal de su partido? Cuando la ciudadanía ha comprobado qué significa de veras para los de arriba vivir por encima de sus posibilidades, es cuando las reprimendas, la manipulaciones o los sentimientos de culpa dejan inmediatamente de funcionar. Si aquellos que pontifican y claman austeridad y apretones de cinturón ya no están investidos de ningún tipo de autoridad moral; si hemos visto a muchos de ellos entrar en la cárcel o hacer el paseillo hasta un juzgado; si los hemos oído contar billetes o decir de viva voz que estaban en política sólo para forrarse; si se han gastado centenares de miles de euros en clubes nocturnos, tiendas religiosas, viajes, coches de alta gama, comilonas o hasta en fiestas infantiles… ya nadie admitirá ni una lección, ni un reproche, ni la demanda de un sacrificio más que venga por boca de aquellos que han convertido al partido en el gobierno en poco más que una banda organizada para delinquir, recaudar, blanquear o repartir dividendos entre los jefes de este verdadero sindicato de intereses que se hace llamar Partido Popular.