De primaveras calientes a veranos tórridos

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La imagen que la Unión Europea está proyectando hacia el mundo durante los últimos tiempos es absolutamente lamentable. Si hasta hace pocos años se nos veía como el súmmum de la civilización, donde el estado de bienestar garantizaba universalmente los derechos básicos de la ciudadanía, hoy ya no es así. Los recortes en servicios sociales, en sanidad, en educación, etc., han disminuido hasta límites otrora insospechados; los derechos universales ya no lo son tanto, perdidos entre burocracias, registros y condicionados. Podría pensarse que es algo coyuntural, relacionado con la profundidad y duración de la crisis económica; pero no, ni en los peores momentos se pueden tirar a la basura los principios fundamentales que definen a una persona o a un colectivo. Y eso es justamente lo que está pasando durante los últimos meses y años con la supuesta «avalancha migratoria» que afronta Europa.

Muros, alambradas, militares y policías, bombardeos… parecen ser las únicas medidas que el viejo continente pone encima de la mesa realmente frente a esta catástrofe humana. En vez de combatir en origen la situación, Europa parece blindarse, enrocarse entre sus propios muros, como si fuera ajena al dolor que sus políticas están provocando. Su actitud recuerda clara y peligrosamente a la de Israel, un gran ejército con un pequeño país y una población aterrorizada temiendo ser invadidos, cuando son ellos quienes realmente tienen invadidos hasta 3 países diferentes y poseen sus zarpas metidas en todos y cada uno de los conflictos de la región.

Europa no es en absoluto inocente de lo que ahora sucede dentro de sus fronteras, todo lo contrario, es culpable de lo que acontece por partida doble. Por un lado porque está interviniendo activamente en los conflictos, a la sazón emisores de «inmigrantes» y, por otro, porque está ignorando las más elementales normas del derecho internacional humanitario, provocando indirectamente centenares o miles de muertes en sus fronteras exteriores inicialmente y ahora, incluso, dentro del propio continente.

La mayoría de los refugiados que están llegando a la Unión Europea son sirios, pero también subsaharianos, libios o afganos. Curiosamente la nacionalidad coincide casi siempre con lugares donde existen guerras en las que la OTAN juega un papel fundamental. Aunque no es complicado conectar ambas realidades, pocos medios se atreven a hacerlo. Es más fácil mirar al dedo que señala la luna y culpar a las mafias como causantes del problema. ¡Cómo si las mafias surgieran por generación espontánea y ellas por sí mismas crearan los refugiados! Si no hay barcos y barqueros que hagan la travesía desde Libia a Italia, los refugiados lo harán en pequeños botes. En el Estrecho de Gibraltar se han llegado a usar las cámaras internas de las ruedas de camiones y tractores como flotadores o hasta barcas hinchable de juguete. Aquellas personas que vienen huyendo de la muerte, jugándoselo todo en una especie de gincana macabra, no van a desistir de su intento de alcanzar su objetivo cuando se hallan frente a la última prueba. Saben que no hay marcha atrás, que no pueden volver a la casilla de salida, probablemente porque ya ni exista físicamente.

Es obvio que el flujo migratorio que se está produciendo estos años, el más importante desde la II Guerra Mundial en la región se debe, entre otras razones, a las guerras en las que Europa participa como cómplice de Estados Unidos e Israel en Oriente Medio, así como a los efectos del nuevo colonialismo en África. Si se quiere revertir esta situación, urge solucionar principalmente los desastrosos conflictos de Siria y Libia donde, nuestro apoyo al integrismo frente a regímenes laicos que vivían en paz y prosperidad, ha provocado verdaderas catástrofes humanas cuyas consecuencias están volviendo sobre nosotros como un bumerán. La propia ONU afirmaba en sus informes oficiales que Libia era el país más rico, social y redistributivo de toda África… hasta que occidente intervino, primero con las armas de desinformación masiva y luego con sus aviones y terroristas islámicos para destruir toda la infraestructura del estado. En Siria, sunitas, cristianos, alauitas… vivían en paz y armonía hasta que se orquestó desde el exterior una revuelta yihadista golpista para derrocar a un gobierno, que no ha hecho sino ganar más y más legitimidad con reformas democráticas y su creciente apoyo social interno. Sin el apoyo de Estados Unidos y sus aliados, ambas guerras «civiles» acabarían en unas pocas semanas y, con ellas, la salida de centenares de miles de personas en busca de seguridad y prosperidad.

Pero no, Occidente insiste en cumplir su agenda política hegemonista y acabar con los estados que aún se mantenían al margen del servilismo imperante hacia Estados Unidos. Aún siguen reclutando, formando y equipando a mercenarios para que libren por encargo guerras en Oriente. Se continúa apoyando al terrorismo integrista con ese mismo fin, aunque ahora que el Estado Islámico se ha hecho muy popular y poderoso, se encuentran en una campaña para lavar la cara a sus rivales regionales de al Qaeda (Frente al Nusra), para hacerlos parecer como rebeldes demócratas merecedores de apoyo político y militar. Mientras no cese esta injerencia permanente, no sólo veremos más guerras y más refugiados, sino que las fábricas de terroristas no cesarán de producir más comandos deseosos de atacar a Europa dentro de sus fronteras. Como muestra, un botón: hace unos pocos días nació la rama o la réplica del Estado Islámico en Yemen. Que nadie se queje luego de los refugiados yemenitas, cuando no hemos parado de bombardearlos durante meses y los hemos sometido a un sitio medieval, privándolos de agua, medicinas o alimentos.

Como otras tantas veces, esta crisis se resolvería con más Europa, no con menos integración y armonización. Con una política exterior común e independiente, con un papel de mediación pacificadora de los conflictos mundiales, zafándose de la complicidad con tantas y tantas guerras de agresión norteamericanas, con la defensa —más a capa que con la espada— de los valores y derechos fundamentales que asisten a la ciudadanía, sea de donde sea, estaríamos más cerca de la solución del problema. Lo que vemos estos días con la llegada masiva de refugiados —que no inmigrantes— es una especie de justicia poética o, si se prefiere, de karma, de reequilibrio. Todo lo que va, vuelve. Lodos y polvos, vientos y tempestades…