Sobre el radicalismo y la virtud

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Causa verdadero hartazgo el uso que determinados personajes públicos, medios de comunicación y, por ende, incluso el lenguaje cotidiano, hacen de determinados vocablos que podrían considerarse incómodos para el poder. En su afán por cerrar cualquier vía de escape a posibilidades reales y profundas de transformación social, se intenta incluso domesticar el lenguaje tratando de desnaturalizar o pervertir el contenido de determinadas palabras para, una vez adoptadas por la masa en su nueva acepción, relegarlas a categorías que designan, adjetivan o describen situaciones o hechos indeseables a ojos de la clase dominante.

Uno de esos términos que ha sido prostituido hasta lo indecible, es la palabra «radical». Según la Real Academia de la Lengua, puede significar «fundamental o esencial». Sin embargo, esa acepción queda absolutamente ensombrecida por las relacionadas con la intransigencia y, sobre todo, con la no aceptación de términos medios. Y es que ahí, justamente, reside su problema.

Se atribuye a Aristóteles y los suyos una frase que se ha convertido en «verdad universal» para una mayoría de la población y que no puede ser más dañina para el pensamiento y la praxis política y social: “en el término medio está la virtud” o, como defendían los platónicos, hasta la justicia. Esta sentencia se incorpora y repite como un mantra en todos los discursos y aparece en todas las discusiones cuando consideran que alguien se sale del tiesto.

Da igual dónde se sitúen los extremos, da igual quién marque los límites del terreno de juego y cómo estos nos los hacen variar con el tiempo, siempre estrechándose y escorándose al mismo lugar. Alguien que propugnaba la nacionalización del sector industrial estratégico en la Europa de los setenta era un socialdemócrata; hoy, si alguien se atreve sólo a plantearlo, es expulsado del Olimpo de los sensatos y, obviamente, se le tilda de radical, irresponsable y peligroso para la sociedad. No es de extrañar, pues, esa verdadera y patética pugna por situarse en el centro político, otorgador de mágica virtud a quien lo pisa ante la ciudadanía y, sobre todo, ante el poder con mayúsculas.

Por contra, hoy los radicales son culpables de todo. El término sirve para designar lo mismo a un antisistema, que a un independentista o incluso a un yihadista. Los radicales libres ya son lo peor. Tiempo atrás la sociedad patriarcal conservadora los culpaba de embarazos no deseados, pero hoy se los responsabiliza hasta del envejecimiento cutáneo. Imperdonable. ¿Cómo se atreven?

Radical como persona que analiza en libertad, sin ataduras, que tiene las ideas claras, que va hasta el fondo, hasta la raíz de los asuntos y no se queda únicamente en su superficie, que relaciona hechos y conceptos… eso no entra en las ecuaciones de aquellos que detentan el poder. Suele ser molesto.

Menos mal que la etimología sale al rescate de los denostados radicales y arroja luz sobre las trampas del lenguaje en tiempos de posverdad institucionalizada. La doctrina del término medio adoptada por Aristóteles se expresa en latín mediante la frase «aurea mediocritas», la dorada moderación. Pues bien, la palabra mediocritas está en el origen etimológico de la actual palabra castellana mediocridad, lo que nos proporciona una idea de qué es lo que realmente se encuentra en ese término medio que todo el mundo parece desear, lejos de los radicales y los radicalismos. En el término medio está lo regular, lo anodino, lo vulgar, lo previsible, lo domesticado, el vacío, la nada…

Aunque, por otra parte, tampoco es nada nuevo ni desconocido ¿verdad?