Por qué esta España no nos representa

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Mucho se está hablando estos días sobre el significado de España, de la aceptación pública de la simbología del estado y la calidad de nuestra democracia. Tienen la culpa de ello los eternos e irresolubles conflictos territoriales, la confrontación fratricida entre la derecha patria, el debate recién abierto sobre el Valle de los Caídos y algunos programas televisivos que han abordado estas cuestiones con mayor o menor acierto. Tampoco es desdeñable la influencia del mundial de fútbol de Rusia, que vuelve a sacar las banderas rojigualdas made in China a los balcones para lavar una imagen teñida del rojo de los centenares de miles de asesinados y represaliados sin reconocimiento ni reparación que yacen en cunetas, tapias y fosas de la ajada piel de toro.

Para una gran mayoría de la población pueden ser disquisiciones superadas, debates de otro tiempo. La caverna dirá que son ánimos revanchistas de los perdedores de la Guerra Civil, deseos de reescribir el pasado. Ya lo hemos oído antes. Pero no se trata de eso. No comprenden que lo que hoy somos está determinado por lo que fuimos. Muchas de las tensiones que hoy vivimos en nuestro país se deben a a heridas supurantes, a conflictos que permanecen abiertos desde el pasado. Conocerlos, asumirlos, solventarlos, hará más por el futuro de nuestras sociedades que cualquier cambio que pueda venir de lavados de cara del régimen nacido en el 78.

“El concepto actual de España y su propio nombre para designarla, es algo mucho más moderno de lo que han querido hacernos creer.”

Comencemos por la propia configuración del Estado Español. La fundación del mismo es una falsificación histórica con tintes políticos convertida en verdad universal y asumida de manera generalizada. Curiosamente, han tenido que ser tribunales contemporáneos en sentencias sobre conflictos de títulos nobiliarios, quienes han certificado que lo que hoy conocemos como España era, en realidad, un conglomerado de estados con legislaciones propias que, lo único que compartían, eran el reconocimiento de un monarca común. El concepto actual de España y su propio nombre para designarla, es algo mucho más moderno de lo que han querido hacernos creer.

Duele especialmente la instrumentalización que los propagandistas del nacionalismo español, con el apoyo de historiadores del régimen, han hecho del periodo andalusí, uno de los más brillantes y fructíferos de la historia de nuestro país. Para ellos, simplemente se trató de una invasión extranjera que, gracias a la cruz y la espada, fue revertida 800 años después con la expulsión de los musulmanes, moriscos y judíos y la subsiguiente repoblación posterior con verdaderos españoles, cristianos viejos, procedentes del norte del país. Tamaña barbaridad sólo es explicable por la acción de otra manipulación histórica más, repetida miles de veces hasta convertirla en un dogma de fe incuestionable.

Y es que, reconocer que la actual España fue mayoritariamente musulmana durante un periodo tan amplio de su historia, es un trágala imposible de digerir para el nacional catolicismo. Para ellos, es más fácil renegar del floreciente Al Andalus, de sus escritores, de sus poetas, científicos, médicos, agrónomos… hacer desaparecer su enorme legado, laminándolo, sepultándolo bajo toneladas de manipulaciones, falsedades y miles de páginas de pseudo historia revestida de cientificismo.

La invasión árabe jamás existió más que en la imaginación de propagandistas católicos —y musulmanes—, la expansión del Islam fue un lento proceso de aculturación derivado del arrianismo cristiano unitarista que no aceptaba la herejía trinitaria. Los ejércitos norteafricanos que entraron en el 711 en el Estrecho de Gibraltar eran dirigidos por visigodos cristianos, no por gentes de la Península Arábiga, una zona desértica casi despoblada en relación a, por ejemplo, la romana provincia de la Bética andaluza.

“Considerando que la inmensa mayoría de los norteafricanos que entraron en la Península Ibérica durante los consabidos 800 años eran, en realidad, beréberes, queda absolutamente claro que muchos cristianos viejos repobladores podían ser descendientes de antiguos musulmanes conversos.”

Pero hay más. La moderna genética prueba que el mayor porcentaje de ADN beréber de la Península Ibérica está hoy día en el norte del país —no en Andalucía, como cabría suponer—. Considerando que la inmensa mayoría de los norteafricanos que entraron en la Península Ibérica durante los consabidos 800 años eran, en realidad, beréberes, queda absolutamente claro que muchos cristianos viejos repobladores podían ser descendientes de antiguos musulmanes conversos a la cristiandad. La supuesta españolidad la pintaron como una cuestión religiosa, no de etnias o de sangre. Si una persona, por ejemplo, de Andalucía se convertía al Islam a finales de la Edad Media o a principios de la Contemporánea, simplemente se le negaba la posibilidad o el derecho de vivir en su tierra, da igual que se llamase García de apellido o que sus antepasados hubieran vivido ininterrumpidamente durante muchas generaciones allá.

Este país, si pretende ser algo más que un nombre en un DNI, tiene también una gran deuda pendiente con los pueblos originarios de América Latina. El exterminio de etnias completas, el saqueo de sus recursos, no puede enmascararse bajo los logros de una supuesta labor «civilizadora». El colonialismo ibérico sentó las bases económicas de una desigualdad y una discriminación de la población indígena que aún hoy perdura. Las peticiones de perdón por lo acontecido en aquel periodo no son un disparate, son el reconocimiento a unos hechos históricos constatables con reflejo en el presente.

Demos un salto adelante en la historia hasta el convulso siglo XX. España ostenta el dudoso honor de ser el segundo país del mundo, tras Camboya, en desapariciones forzosas. Más de 100.000 personas, quizá hasta 150.000, en su inmensa mayoría republicanas, permanecen enterradas en fosas sin nombre para ocultar los crímenes del franquismo, hasta que no quede nadie vivo que pueda reclamar justicia o los restos de sus familiares. La complicidad de la derecha española con los crímenes del franquismo es una de las constantes del régimen del 78 que aún continua vigente. Herederos ideológicos —y biológicos— de la dictadura fascista, impiden la profundización democrática y tratan de sabotear cualquier tipo de avance social que se contraponga a los principios rectores del franquismo.

Ese es justamente otro de los graves problemas de este país. La “modélica” transición vendida por los medios del régimen y sus intelectuales a sueldo fue, en realidad, la continuación de las estructuras de la dictadura del general Franco revestidas de un barniz democrático. Pilotada cuidadosamente desde la embajada norteamericana, a ellos les debemos el diseño de un país especialmente partitocrático, bipartidista, con una laxa separación de poderes, abonado a la corrupción, donde no fuera posible que un partido socialista (de los de verdad) o comunista jamás pudiera llegar al poder —recordemos Gladio. Todo fuera por entrar en la OTAN y continuar en la senda del anticomunismo visceral.

Como quintacolumnistas actuaron la Casa Real y la derecha política, con el inestimable apoyo de de un reconvertido PSOE y hasta de parte del PCE. El entreguismo a los poderes fácticos del franquismo tuvo su mayor exponente en la confección de la actual Constitución. Redactada por una mayoría de afectos al antiguo régimen, con “ruido de sables” permanente en los alrededores, con títulos completos de la Carta Magna entregados en sobre cerrado a los padres de la cosa, no podía esperarse algo distinto a lo que tenemos. Atribuciones al ejército por encima del poder político, el estado autonómico ausente, monarquía sí o sí, la continuidad de los símbolos franquistas…

“Vivimos en un estado postfranquista, no en una verdadera democracia. Y será así mientras no dispongamos de un texto constitucional redactado por representantes del pueblo, en plena libertad, sin coerciones ni amenazas.”

Ahora, sin amenazas de involución o de golpe de estado, la derecha no quiere oír ni hablar de reformas constitucionales. De periodo constituyente ni hablemos. Ni si quiera Podemos ya lo defiende. Digan lo que digan, vivimos en un estado postfranquista, no en una verdadera democracia. Y será así mientras no dispongamos de un texto constitucional redactado por representantes del pueblo, en plena libertad, sin coerciones ni amenazas. Una nueva Carta Magna que impida atentados contra la libertad de expresión y manifestación, como la ley mordaza, que consagre la separación de poderes, la sanidad y educación universales, que no arroje a la basura casi un millón de votos en cada elección por culpa de leyes para favorecer al bipartidismo, que no deje a nadie en la estacada, que desarrolle eficazmente el derecho a la vivienda y a un trabajo digno, que ponga por encima los gastos sociales a deudas ilegítimas, que elimine la monarquía como heredera de la dictadura, que reconozca la plurinacionalidad del estado federal o confederal… en definitiva que sitúe a las personas y su bienestar en el centro de la acción legisladora.

Creo que queda claro porqué esta España no puede representar a muchas personas que cargan con el DNI español, porqué sus símbolos aún provocan urticaria.

Si España fuera un país que se enorgulleciera de su historia, de toda su historia, podría provocar más empatía con su proyecto. Si en las escuelas se estudiaran los filósofos, los matemáticos, los médicos, los poetas, los monarcas andalusíes… con total naturalidad, todo podría ir cambiando. Si el estado asumiera la diversidad nacional de nuestro país y profundizara en el autogobierno y en la libertad de asociación y autodeterminación de sus pueblos, estaríamos frente a un gran avance democrático. Si el estado cerrara las heridas provocadas por la Guerra Civil y el franquismo, reconociera a las víctimas y las resarciera política y materialmente, podríamos cerrar millones de heridas y pensar que España es un proyecto de verdad común e integrador. Si lográramos tener una Constitución que consagrase el papel del estado como garante de la libertad, la igualdad de oportunidades, la protección social y la amplia participación popular en la toma de decisiones, otro gallo cantaría.

Mientras, permitan que el himno y la bandera de este país me siga provocando arcadas. Que cuando me hablen de la Constitución, siga oyendo el tintineo de los sables de los uniformados de la dictadura. Que si me hablan de separación de poderes, me de la risa floja. Que vea a la iglesia católica —y a sus sectas como el Opus Dei— como ladrones y colaboradores necesarios del fascismo. Que me hablen de elecciones y me acuerde de Rita Hayworth…