Presentación del libro «El Gran Juego», una vacuna contra la pandemia desinformativa

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Los Bits Rojiverdes toman vida analógica

«El Gran Juego: claves para entender los conflictos internacionales de nuestro tiempo», es mi primera incursión editorial sobre temas políticos. Mis trabajos anteriores han versado sobre patrimonio natural y cultural, sobre viajes e incluso sobre fotografía, todo a años luz de este libro. Pero no quería desaprovechar la oportunidad que ofrecen las nuevas herramientas de autoedición y autopublicación, para plasmar en una sola obra, una cuidada selección temática de los artículos que he ido escribiendo a lo largo de mi vida, tanto en soportes analógicos como digitales. En cierto modo, «El Gran Juego», es una especie de legado ideológico sobre los temas que siempre me han preocupado en el mundo del internacionalismo antiimperialista. Pero también podría decirse que es una obra puramente pandémica, que no hubiera sido posible sin disponer del tiempo y la dedicación necesarias durante los confinamientos, semiconfinamientos, cierres y toques de queda decretados para hacer frente al covid-19. No hay mal que por bien no venga…

En 2020 se cumplieron 30 años de mis primeros artículos sobre geopolítica. En efecto, allá por 1990, en plena era prehistórica, tenía a mi disposición espacios en algunas revistas culturales y tribunas abiertas de artículos de opinión en periódicos comarcales que, de buena gana, aceptaban mis escritos sobre relaciones internacionales con una orientación bien distinta a la que nos tenía acostumbrada la prensa del momento. Palestina, Irak o Cuba eran los primeros temas que trataba cada vez que tenía ocasión, intercalando esta pasión internacionalista innata, con textos sobre medio ambiente, historia o incluso sobre las nuevas tecnologías informáticas que ya irrumpían en nuestras vidas. 

En los años 80 y principios de los 90, el acceso a la información, sobre todo a la contrainformación, era una ardua tarea, a veces imposible, sobre todo para un joven que entonces andaba por la veintena y que vivía en un pequeño pueblo gaditano sobre el Estrecho de Gibraltar, bien lejos de grandes urbes donde poder participar en conferencias o actos políticos de temas internacionales. Sí que existían editoriales que publicaban libros que abordaban conflictos desde ópticas marcadamente progresistas o revolucionarias, que servían para ofrecer el contexto necesario con el que interpretar las noticias de los medios, pero sin la inmediatez necesaria para sentirte partícipe solidario de una realidad que acontecía de manera coetánea a miles de kilómetros de distancia. 

Pero, hete aquí, que oí algún día que había radios que emitían en onda corta, que informaban de lo que acontecía en otros lugares del mundo, especialmente de América Latina, justo en un momento en que multitud de guerrillas populares enfrentaban a dictadores fascistas colocados o apoyados por Estados Unidos. Así que, aprovechando la cercanía de Gibraltar y su amplia y barata oferta de productos electrónicos, conseguí hacerme con una radio “internacional” con la intención de conectarme con el mundo. Para que se oyera bien, tenía que sintonizar de noche, porque así había menos interferencias. Pero incluso así, muchas veces no era suficiente para sintonizar decentemente y tenía que salir al patio o a la azotea para poder oírla. A pesar de todas las dificultades, siempre recordaré la magia del momento cuando, tras mover el dial, encontraba Radio Moscú o Radio La Habana y podía oír sus informativos o reportajes en la oscuridad y soledad de la noche. Imagino, salvando las distancias, que debería ser algo parecido a lo que sentían los militantes comunistas y republicanos españoles al oír aquella clandestina Radio Pirenaica fundada por Pasionaria. 

Esa fue la manera de conocer y empatizar con el sandinismo nicaragüense, con el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional salvadoreño, con las FARC colombianas o con la Cuba comunista, entre otros movimientos revolucionarios de América Latina y el Caribe. Y, desde entonces, comprendí para siempre el poder que posee la información y cómo el acceso a una comunicación veraz es, o debería ser, un derecho humano fundamental. Recuerdo con tristeza la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS, pero no tanto por la desaparición de la Unión Soviética en sí misma, sino porque dejaba huérfanos a tantos y tantos movimientos emancipatorios que luchaban, como buenamente podían, contra el ejército más poderoso del mundo y los tiranos más sanguinarios del planeta. 

Ya en los 90, con el despliegue de Internet, todo cambió. Con mi perfil, que aún mantengo, de early adapter, de estar a la última en cuestiones tecnológicas, me conecté en seguida. De hecho los cambios de domicilio que tuvimos que hacer en esas fechas por temas laborales se condicionaban siempre al ancho de banda disponible en los municipios o barrios concretos de las ciudades donde íbamos a vivir. Primero fueron las páginas webs, realizadas a mano una a una, pero que ya permitían construir tu propio medio de comunicación, luego los blogs y sus agregadores, que hacían muy fácil la publicación aún para personas con conocimientos informáticos a nivel de meros usuarios y, finalmente, los gestores de contenidos y las redes sociales. Lo cierto es que, aún con las complicaciones consustanciales a todo un mundo en cambio constante, parecía consumarse la promesa tan cacareada de “democratización de la información y la comunicación”, donde cada individuo puede convertirse, en además de receptor, en emisor o fuente de información con capacidad de alcance internacional. 

Así fue como nacieron los Bits Rojiverdes, el blog que aún conservo desde hace alrededor de veinte años como fiel reflejo de mi pensamiento político y de mi activismo. Su nombre y su logo hacían alusión la triple visión con la que se creó. Por un lado, se compondría fundamentalmente con píldoras de información, no de grandes artículos ni de extensos trabajos. Por otro, sus contenidos versarían sobre política, desde posiciones claramente de izquierdas pero, además, incluiría entradas de temas ambientales, en consonancia con mi militancia ecopacifista de principios del milenio. Incluso tendrían cabida artículos sobre informática, no en vano era un blog personal, un cuaderno de bitácora que reflejaría mis aficiones, mis inquietudes y mis visiones del mundo. Esa era, al menos, la intención primigenia. No obstante, con el paso del tiempo lo fui posicionando en la red como una web de temática internacional altermundista y, poco a poco, el resto de contenidos dejaron de tener sentido ante la avalancha de noticias y análisis sobre geopolítica. 

No ha sido tarea fácil mantener los Bits, hacer contrainformación no es algo cómodo. Ir a contra corriente no lo es. La ventana de Overton, el tipo de ideas que la opinion pública (o publicada) puede admitir como razonable, es cada vez más estrecha y se ha ido escorando a la derecha durante el último medio siglo hasta hacerse asfixiantemente pequeña. Un socialdemócrata europeo de los años 60 o 70 del siglo XX sería considerado por sus correligionarios actuales como un peligroso comunista o, peor aún, siguiendo el discurso imperante, como un loco populista. Quizá la irrupción de la disruptiva pandemia de coronavirus pueda servir para enmendar en parte la deriva liberal que ha llevado al mundo a este callejón sin salida desde los puntos de vista social, económico, sanitario y ambiental, pero el camino a desandar es excesivamente largo y las certidumbres de que se va a comenzar a recorrer de verdad, son pocas como para albergar demasiadas esperanzas. 

Cuando alguien se sale de los límites establecidos, cuando desborda el marco de la ventana desde la que nos permiten ver la realidad y definir lo posible, es considerado, en el mejor de los casos, de utópico. Lo habitual es ser tildado de radical, de irresponsable, de iletrado, de peligroso. Da igual que la ventana hoy ya solo sea una pequeña mirilla descentrada y desenfocada. De todas maneras, el observador no será consciente de que los tintes unidimensionales y totalitarios, que Marcuse definió para las sociedades industriales avanzadas, hoy sean los dominantes en nuestros sistemas políticos. Tal reflexión, de producirse, permanecerá, obviamente, fuera de lo políticamente correcto. 

Por eso es tan difícil ganar cierta credibilidad dedicándote a la contrainformación. Luchar contra gobiernos y multinacionales que tienen acceso a infinitos medios para replicar su mensaje como si de un mantra se tratase, para crear los consensos y definir lo que es la normalidad aceptable, puede llegar a ser titánico. No podemos olvidar que el objetivo de los mass media no es informar, sino formar opinión, normalmente con objetivos espurios y poco, o nada, confesables. 

Para colmo, vivimos en un país donde la política se practica a base de exabruptos, con brocha gorda, con unos niveles de crispación que no dejan ver el fondo de las cuestiones y tan, tan polarizada y desplazada a la derecha, que asusta. Antes incluso de la aparición de la ultraderecha, la derecha nacional ya vivía permanentemente situada en posiciones ultramontanas. Hablar de cualquier medida social implantada por la derecha europea suponía aquí poco menos que ser bolivariano, comunista o populista. De alcanzar los niveles de bienestar centroeuropeos o nórdicos, ni hablemos. De pagar un nivel de impuestos similar a la media europea, menos aún. 

Imaginad lo que puede significar escribir un artículo apoyando medidas sociales de Cuba o Venezuela, aunque vengan refrendadas por la ONU, la FAO, la UNESCO o cualquier otro organismo internacional. Imaginad qué supone decir que la última veintena de elecciones venezolanas han sido perfectamente democráticas y que Chávez o Maduro las ganaron limpiamente, como afirman tantas y tantas organizaciones nada sospechosas de comulgar con el proceso bolivariano. Ese tipo de cosas, te sitúan automáticamente fuera del público potencial medio español. Si afirmas además que en Siria, Assad lucha contra el yihadismo terrorista y que no hay rebeldes moderados ni los hubo jamás, directamente quedas excluido incluso como comunicador o analista serio del ámbito del progresismo e incluso de la izquierda tradicional y de buena parte de la izquierda alternativa. Con estos mimbres, tejer un cesto presentable es más que complicado. Y uno tampoco tiene vocación de escribir o comunicar para un mínimo nicho de compañeros ya convencidos, concienciados y perfectamente informados. Simplemente es una pérdida de tiempo. 

Con estas premisas de partida, ampliar el espectro de lectores sin perder fidelidad a la verdad y sin esconder hechos que puedan resultar inconvenientes para los espacios de confort mental del público, es un enorme reto. Sin embargo, estoy convencido de que abrir grietas en un muro de hormigón armado desde hace decenios con la técnica del martillo pilón o la gota malaya, es algo factible. En cierto modo me recuerda aquella vieja viñeta de humor gráfico de Ron Cobb, que mostraba a un pequeño revolucionario latinoamericano serrando una pata de la enorme silla en la que se sentaba un tío Sam de tamaño gigante.

De eso se trata. A eso he ido dedicando muchos ratos de mi vida, sobre todo en los últimos veinte años. A comprender el mundo, a analizarlo con una visión propia, encontrarme y enriquecerme en ese camino con muchas otras personas dedicadas a los mismos menesteres y contarlo a los cuatro vientos con los medios a mi alcance. Y lo he hecho a través de ese modesto blog, de cuyos artículos se nutre este libro; además de con otras páginas que se han dignado a demandar, publicar o a replicar mis artículos y, ¡cómo no!, con los medios de comunicación de varios países del «Eje del Mal» que me piden regularmente mi opinión sobre los hechos de actualidad que acontecen en cualquier rincón del planeta, especialmente en el área MENA, Oriente Medio y Norte de África. 

«El Gran Juego» no pretende ser un manual de interpretación de las relaciones y conflictos internacionales. No se trata de eso. Su intención es convertirse en una vacuna contra la desinformación, contra la manipulación, contra la propaganda, contra las mentiras de los gobiernos y de los medios de comunicación corporativos… y, al mismo tiempo, pretende proporcionar las herramientas para enfrentarse diariamente a la pandemia de las fake news oficiales que inundan nuestros periódicos y telediarios.

Espero que os guste o, al menos, os sea útil. No se trata de una publicación compleja en absoluto, todo lo contrario. Mi compromiso siempre ha sido hacer pedagogía política de las relaciones internacionales, lo contrario a lo que pretenden los poderes, que tratan de exacerbar su complejidad para que nadie ose poner su mirada sobre estos temas. Tampoco es un libro para torpes o para dummies, de esos que se escribían a finales del pasado siglo. Si tuviera que elegir un público destinatario, sería un libro para gente curiosa, inquieta, irreverente, librepensante, iconoclasta, crítica y consciente. Sí, sobre todo con conciencia, los textos que tienes a continuación se han escrito desde el compromiso, la solidaridad, el internacionalismo y el antiimperialismo. Ya entenderéis por qué. 

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