Cuando aún resuenan los ecos del terrible suceso de Guadalajara, cuando un incendio forestal ha traspasado la barrera del desastre ecológico para convertirse en una tragedia humana, cuando políticos sin escrúpulos van a sacar réditos cual carroñeros alados… los periodistas, tertulianos y sus estrellas invitadas dan palos de ciego en sus intentos de análisis de un suceso que raramente alcanza tal relieve mediático y donde la opinión se aprecia claramente que apenas si está deformada por el uso.
Algunos, con tal de forzar la máquina, —y no bromeo— vinculan el incendio a la retirada del Plan Hidrológico del PP y a la confrontación entre comunidades autónomas que ha «propiciado» el PSOE. Otros se enzarzan en discusiones de si es necesaria una regulación estatal sobre el uso de barbacoas en los espacios naturales y si no es conveniente dejar a cada comunidad autónoma que legisle a su albedrío. Algunos medios quieren hacer sangre al ejecutivo y lanzan andanadas contra el gobierno central cuando es bien sabido que la extinción de incendios está transferida a las CCAA. desde hace mucho. Luego viene el eterno debate sobre el dimensionamiento de los medios de extinción y, para acabar, el estado de dejadez de los montes y si el gobierno no hace suficientes cortafuegos y limpiezas para prevenir catástrofes.
Curiosamente, muchas de estas críticas provienen de los «liberales», nueva forma eufemística de llamar a la derechona de toda la vida, integrada por las filas de aquellos que pregonan la autorregulación de todos los órdenes de la polis, pero que luego piden intervencionismo estatal para proteger las fronteras de importaciones de otras países, las subvenciones agrícolas e industriales o el intervencionismo militar para controlar recursos naturales y jugosos contratos para las empresas afines. En fin, esos mismos que pretenden que el estado regule la forma de vida de las parejas bendiciendo algunas y prohibiendo otras por mor de la tradición más rancio liberal. Pues bien, estos autodenominados liberales del tres al cuarto parecen ignorar un hecho fundamental: desde la época de las desamortizaciones liberales, especialmente (en mi tierra al menos) las de Mendizábal y Madoz, el estado en su multiplicidad de formas —y también la iglesia— perdió prácticamente el control de la mayor parte de los montes que poseía y gestionaba. Ese fue el inicio de la desafección emocional de las poblaciones con las tierras forestales y el comienzo del declive de las mismas al perder su función social, que se representa familiarmente en aquella grafica frase que reza: «cuando el monte se quema, algo suyo le queman, señor conde».
Quiere decir esto que los únicos responsables de ejecutar los trabajos selvícolas para prevenir el inicio y la propagación de los incendios es de los dueños de las fincas, que suelen ser personas físicas o jurídicas privadas en cerca del 80% del territorio. Conozco de cerca el caso andaluz, donde las autoridades han tenido que poner en marcha medios cohercitivos bastante duros (eliminación de subvenciones, denegación de permisos de explotación, pago de costes de extinción, etc) para que se afanen en cumplir la normativa de incendios forestales. Para colmo, el dispositivo contra incendios de esta comunidad autónoma ronda los 4000 individuos y un parque móvil bestial, pagado de las arcas del estado y a veces también criticado por falta de medios humanos y materiales. ¿En qué quedamos?
Personalmente, el que suscribe, firmaría ahora mismo porque el estado adquiera nuevamente el patrimonio forestal de calidad que nunca debió dejarse enajenar, fundamentalmente en espacios naturales protegidos, algo escrito en algunas legislaciones autonómicas pero prácticamente no llevado a cabo por ninguna de ellas.
Copyleft Juanlu González
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