Como reflejo de una realidad en permanente cambio, un paÃs es un ente en continua evolución. Sin embargo, el amplio nivel de carencias originarias con el que fue alumbrado el actual estado español, conduce a que sea prácticamente imposible el que, con reformas parciales partidarias, llegue a alcanzar el grado necesario de madurez y estabilidad del que disponen otras paÃses de nuestro entorno o al que, como ciudadanos y ciudadanas, nos gustarÃa disfrutar.
A pesar del mito creado alrededor de la transición española, los años han acabado por desvelar su auténtica y triste naturaleza: la de una ley de punto final para exonerar a los criminales de la dictadura fascista, junto con la asunción de una jefatura del estado hereditaria —no sujeta al escrutinio popular ni a las leyes generales— y una situación de privilegio para determinados poderes fácticos del franquismo, que aún hoy lo detentan sin ningún tipo de problemas.
Los temas más espinosos y controvertidos apenas si fueron esbozados en la redacción de la Constitución y se dejaron para ulteriores desarrollos legislativos. En aras del consenso con las fuerzas del antiguo régimen y, con el riesgo permanente de involución actuando de espada de Damocles, la Carta Magna fue un entente redactado con los ojos puestos en el futuro del paÃs y con los oÃdos tratando de escuchar e interpretar el ruido de los sables cuando los textos legales se acercaban a las lÃneas rojas trazadas por el franquismo. Asà las cosas, nuestro paÃs arrastra aún, como una pesada rémora, restos de la dictadura en su seno más Ãntimo.
Lo normal es que, conjurado el peligro de golpe de estado militar años después, en cualquier paÃs «normal» se hubieran puesto manos a la obra para profundizar en la democracia e ir configurando un modelo de paÃs moderno, participativo y equitativo, garante de la igualdad de oportunidades. Sin embargo, la derecha de este paÃs, en buena parte heredera de la dictadura, está impidiendo cualquier avance en este sentido, a veces con la complicidad del PSOE, beneficiado por la instauración del modelo de partitocracia cerrada y por un sistema electoral diseñado para la alternancia de dos grandes fuerzas, con los nacionalismos periféricos de bisagra cuando es estrictamente necesario. Los conservadores, haciendo honor a este apodo definitorio no quieren ni oÃr hablar de una reforma constitucional y se erigen en guardianes de un texto que va a morir de caduco, esclerótico y anquilosado. El que, por ejemplo, el estado de las autonomÃas no esté reflejado en la Carta Magna, es sólo un sÃntoma de que nuestra ley de leyes tiene cada vez menos que ver con la realidad de este paÃs.
Es posible que el PP piense que, con ello, sin afrontar el problema, van a desaparecer las tensiones territoriales inherentes al estado español, el principal de los problemas pendientes de nuestro ordenamiento. Es la tÃpica reacción de un bebé que cree que tapándose los ojos va a lograr hacerse invisible para el resto de la humanidad. Los populares siempre fueron reacios a admitir temas como las autonomÃas, el divorcio, el aborto, la plurinacionalidad del estado, la existencia de lenguas cooficiales junto al castellano, las uniones gays y los nuevos modelos de familia, la integración de los inmigrantes, la universalización de los derechos en la salud y la educación, e incluso algunas facetas de la investigación biomédica. En cierto modo es como la iglesia católica, que va por detrás de la praxis social imperante, pero que conserva en sus genes el deseo irrefrenable de la involución en cuanto las coyunturas les sean favorables, como es el caso de la actual crisis económica en la que nos han sumido los mercados.
Un pusilánime PSOE ha ido poco a poco retocando el estado de manera más bien tÃmida, sin superar profundamente los consensos de la transición, pero sin siquiera ahondar en aquellos más polémicos que sà recoge la Constitución de 1978, pero donde sabe positivamente que encontrarÃa la frontal oposición de los conservadores y de quienes les apoyan. El caso de la aconfesionalidad es paradigmático de este proceder. Sin embargo, en la permanente alternancia cÃclica de este sistema, los conservadores sà que son capaces de revertir sin sonrojarse los escasos logros conseguidos durante los últimos años. Dependencia, pensiones, protección a los parados, sanidad universal, aborto, separación iglesia estado, educación pública, memoria histórica, protección del litoral, negociación colectiva, uso de otras lenguas nacionales, independencia de la radio y la televisión públicas… han sido heridas de muerte en unos pocos meses aprovechando el estado de shock inducido deliberadamente por la situación de recesión económica.
Pero hay mucho consenso básico entre el PP y el PSOE donde no se ha avanzado prácticamente nada en este periodo democrático. La politización de multitud de organismos del estado, fundamentalmente la propia justicia es uno de los más graves cánceres de nuestra democracia. La dependencia jerárquica de la fiscalÃa del gobierno de turno, la elección por el Congreso de los Diputados de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, incluso la propia existencia del Ministerio de Justicia que controla el presupuesto de la judicatura son buena muestra de ello. También lo hay en las prebendas hacia los partidos y en el mantenimiento de los privilegios que le otorga la Ley D’Hont, uno de los motivos por los que el PSOE haya preferido siempre pactar con los nacionalistas antes que, por ejemplo, con Izquierda Unida que siempre ha demandado mayor proporcionalidad y equidad en el valor del voto ciudadano. La corona, con matices, es otro de los lugares comunes de la derecha y la socialdemocracia patria. A pesar del republicanismo tradicional —sobre el papel— de los socialistas y, a pesar de lo acontecido en los últimos años en la Casa Real, con casos de corrupción que no cesan de salir a la luz por el levantamiento del velo de inviolabilidad mediática de sus majestades, no han sido suficientes para que cesen en su cerrado apoyo a la obsoleta monarquÃa.
Como decÃa, el mayor problema que enfrenta el estado español actual es el desafÃo de los nacionalismos independentistas. No es un tema nuevo, recuerdo haber leÃdo una leyenda de la época visigoda usada para justificar la llegada al trono de un cabrerillo visigodo, elegido por el Todopoderoso para la noble función de reinar en España, que acababa con un lacónico fue un rey muy bueno para todos que consiguió apaciguar a los vascos. Desde entonces —e incluso antes— venimos arrastrando los problemas de encaje de determinados pueblos en el estado español. En este caso, el PSOE quiere presentarse como la tercera vÃa entre el nacionalismo central y los periféricos, pero, más que nada, impelido por la determinación independentista del pueblo catalán guiado hábilmente de la mano de polÃticos que culpan a la solidaridad interterritorial de todos los males que aquejan a Catalunya. Es probable que el PaÃs Vasco se sume mayoritariamente a la fiesta secesionista en cuanto ETA entregue las armas. Será ese el momento en que Rajoy no podrá seguir usando por más tiempo la táctica del avestruz para enfrentar de una vez los problemas. Un estado federal —de verdad— o confederal, con pleno derecho a la autodeterminación de los pueblos del estado, quizá sea una solución duradera y más o menos cómoda para todos.
Lo que se hecha de menos es un modelo común de estado, un proyecto de paÃs donde no se cuestionen las lineas básicas de la convivencia social, donde las leyes fundamentales duren más de una legislatura, donde el valor de un voto sea el mismo independientemente de la zona en la que se viva, donde puedan elegirse a representantes en listas abiertas, donde los pueblos del estado elijan libremente pertenecer o no al estado central, donde la separación de los poderes sea efectiva y total; en un estado laico, democrático, igualitario, participativo, sin muertos en las cunetas, con los criminales contra la Humanidad separados de los puestos públicos, con las religiones fuera de las aulas y de los actos institucionales, con una justicia independiente y democrática, donde el estado cubra las necesidades básicas de todos los individuos.
En estos momentos, dada la altura de nuestra clase polÃtica cortoplacista y en plena crisis económica, plantear este tipo de cosas puede sonar a poco más que un delirio, pero no cabe duda que el actual estado no es sostenible y podrÃa saltar en pedazos en un futuro no muy lejano si no se solucionan determinados retos. Una segunda transición de profundización a la democracia es cada dÃa que pasa más necesaria. No obstante, el inmovilismo del PP y la complacencia del PSOE no auguran pasos decididos en tal dirección, a no ser que se vean forzados por un nuevo mapa electoral sin mayorÃas absolutas, aún sumando los nacionalismos, o por las pulsiones independentistas de Esukadi y Catalunya.