Los inicios de la Organización del Tratado del Atlántico Norte hay que buscarlos en las postrimerías de la II Guerra Mundial. A un elevado coste la URSS, indiscutiblemente, fue quien venció en el conflicto, algo que contravino los planes aliados. Así, como Hitler no pudo acabar con Moscú, inmediatamente se pusieron manos a la obra para hacerlo ellos mismos. El inútil ataque atómico contra Hiroshima y Nagasaki, lejos de responder a las dinámicas bélicas del frente asiático, fue un claro aviso al bloque comunista del potencial destructivo recién adquirido por el ejército norteamericano y de que no les iba a temblar el pulso para usarlo frente a la población civil de cualquier país del mundo.
Se firma así en 1949 el Tratado de Washington, un acuerdo de apoyo mutuo, basado en el artículo 51 del capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas que reconoce el derecho a la legítima defensa. Cara a la opinión pública, su objetivo era responder conjuntamente frente a un ataque de los países del bloque comunista, aunque siempre fue una alianza de naturaleza ofensiva que tuvo a la URSS en su punto de mira.
Doce países firmaron inicialmente el Tratado. La idea era frenar al comunismo en el mundo y mantener a Europa bajo el dominio norteamericano, estableciendo de manera permanente sus fuerzas miliares estacionadas en el Viejo Continente. Para ello no dudó en blanquear, reciclar y poner a su servicio a un buen elenco de los cuadros militares nazis alemanes. El más conocido de todos ellos fue Adolf Heusinger, general jefe de operaciones con Hitler y jefe militar de la OTAN de 1961 a 1964, pero fueron muchos más.
Paralelamente, como estrategia de enfrentamiento ante la conquista por parte de la Unión Soviética de algún país europeo, Estados Unidos crea unos ejércitos secretos, la Red Stay Behind. Una guerrilla armada a modo de células durmientes, para que, llegado el caso, colaborasen desde dentro con ellos en la destrucción de los regímenes comunistas. Desde principios de los años 50 del pasado siglo, la red pasa a depender de la OTAN hasta su disolución, si es que tal cosa ha sucedido realmente.
Pronto la Red Gladio, que es como se la conoce popularmente, dejó de tener el sentido para el que fue creado y derivó en un grupo terrorista de carácter fascista o neonazi, destinado a acabar fisicamente con los grupos de la izquierda europea, fueran comunistas o no, estuviesen armados o fuesen puramente políticos. Los partidos antiimperialistas jamás deberían llegar al poder. Su especialidad fueron los ataques de bandera falsa, especialmente para incriminar a quienes la OTAN consideraba sus enemigos. De momento, porque aún apenas se ha llegado a investigar en unos pocos países, se le atribuyen al menos 500 muertes en atentados tan conocidos como el de la estación de ferrocarriles de Bolonia (Italia) en 1980, en el que murieron 85 personas y que, inicialmente, fue atribuido a las Brigadas Rojas. Gladio estuvo implantada en todos los países de la OTAN y en otros estados aliados de Washington de Europa.
Italia, tras una investigación judicial y un posterior juicio, estableció que el acto terrorista fue perpetrado por los paramilitares de los ejércitos secretos de la OTAN con la connivencia de las cloacas del estado. Los condenados eran elementos de extrema derecha fascista, algunos de los cuales acabaron en el Estado español defendiendo al franquismo a bombazos de los impulsos democratizadores de su pueblo. En España se atribuyen a Gladio el atentado contra los sindicalistas de Atocha, el de la revista el Papus, el de la sala de fiestas la Scala, además de otros atentados supuestamente ejecutados por ETA, Grapo o Terra Lliure, grupos armados en los que consiguieron infiltrarse y, por supuesto, el GAL, el terrorismo de las cloacas del estado contra el independentismo vasco.
Tenemos pues a la OTAN nutriéndose de las filas nazismo alemán y organizando grupos terroristas con el fascismo europeo, asesinando a personas inocentes para obtener réditos políticos. No se trata de opiniones, se trata de hechos probados, verdades jurídicas y documentos oficiales como la Resolución del Parlamento Europeo que reconoce la veracidad de las informaciones sobre la existencia de las redes terroristas de la OTAN.
Cuando Estados Unidos gana la Guerra Fría en 1989, se abrió un atisbo de esperanza de paz en Europa. El anunciado Fin de la Historia parecía traer aparejado un periodo de Pax Romana y de integración europea. El desmembramiento de la URSS y el hundimiento de Rusia hicieron soñar a los geoestrategas imperiales con la desaparición de Moscú de la escena internacional tras la firma de humillantes capitulaciones. Todo parecía previsto para incorporar a Rusia al diseño defensivo europeo, se barajó incluso la posibilidad de que se adhiriera a la OTAN. Sin embargo, Estados Unidos pronto cambió de idea. Una Rusia íntimamente ligada desde el punto de vista económico a Alemania, una Europa completamente integrada que no necesite de los ejércitos norteamericanos, podría convertirse en una insalvable afrenta para Washington.
Tras la desaparición del Pacto de Varsovia, la OTAN decide refundarse en 1991 en la Cumbre de Roma, inventando nuevos enemigos que justificasen su existencia y un nuevo concepto estratégico. La Alianza ya no respondería ante amenazas, sino a riesgos, término mucho más amplio, etéreo y manipulable. Un riesgo para esa nueva OTAN podría ser el suministro de hidrocarburos, las armas de destrucción masiva, el «terrorismo»… todo cabía en su renovada y reforzada política de dominación mundial unipolar.
Visto con perspectiva histórica, el Acta Fundacional OTAN-Rusia de 1997, por la que se daban garantías de no expansión de la Alianza hacia el este y de que la OTAN había dejado de ver en Moscú a un adversario, fue un descomunal engaño. Sólo dos años después, la organización militar comenzó la conquista de los países de la antigua URSS en un proceso que aún no ha acabado y que, a la postre ha sido el causante de la actual guerra de Ucrania.
Y no, en general no fueron adhesiones libres y democráticas de países que piden protección norteamericana, como insisten los medios. Estamos frente a un proceso de conquista planificado de todo el hinterland de Rusia mediante el uso del «soft power», cristalizado en cruentas agresiones militares directas como la de Yugoslavia y revoluciones de colores orquestadas durante años de injerencia que, cuando ha sido necesario, ha contado con la colaboración del proxie encubierto favorito de la OTAN: el nazismo.
Además de Yugoslavia, podríamos mencionar la Revolución de las Rosas, que acabó con la salida del poder de Shevardnadze en Georgia en 2003; la Revolución Naranja, en Ucrania en 2004; la Revolución de los Tulipanes en Kirguistán en 2005; la Revolución Blanca, un fallido intentó de derrocar a Alexander Lukashenko en Bielorrusia en 2006; las protestas antigubernamentales fallidas en Moldavia de 2009; por supuesto el Euromaidán de Ucrania de 2013 y 2014, e incluso las protestas fallidas de Kazajistán de 2022.
El objetivo final que subyace bajo la estrategia norteamericana es romper los equilibrios de la Guerra Fría, que aseguraban la disuasión recíproca y la no agresión directa entre Rusia y Estados Unidos, mediante la colocación de armas nucleares y escudos antimisiles en las fronteras de Moscú para acortar así los tiempos de impacto de las armas nucleares e impedir una respuesta proporcional como la que era previsible cuando imperaba la doctrina de la destrucción mutua asegurada.
Y no cabe duda de que la pieza más preciada en la implementación de esta dinámica bélica era Ucrania. Kiev ha necesitado dos revoluciones de colores, miles de millones de dólares en inversión y una nueva versión de Gladio para cazarla. En este caso con mercenarios neonazis que, a la postre, han demostrado ser menos efectivos que los yihadistas reclutados por la OTAN en otras latitudes. A Europa y Estados Unidos les ha dado igual alentar y fortalecer al nazismo, tanto al político como al paramilitar o terrorista. Favorecieron en Ucrania gobiernos con ministros de partidos prohibidos por el Parlamento Europeo por su marcado antisemitismo; se ha contemporizado con leyes racistas, con ilegalizaciones de la mayoría de los partidos políticos del país, con torturas y crímenes de guerra cometidos en el Donbass y en los oblasts de mayoría rusa; se le ha permitido vulnerar deliberadamente los acuerdos de Minsk… y, finalmente, se la ha armado para atacar a Donetsk y Lugansk y preparar un genocida asalto final que, sabían perfectamente, que conllevaría la entrada de tropas de Moscú para defender a la población rusa que quedó allí tras el desmembramiento de la URSS.
Todo estaba más que previsto. Todo salvo quizá el músculo militar, diplomático y económico con el que Rusia ha sorprendido al mundo. Tres cuartas partes del planeta no se han situado del lado de Estados Unidos en la guerra comercial y, a pesar que se dijo desde la Casa Blanca que con las sanciones puestas en marcha la economía rusa había sido destruida, el rublo es la moneda con mejor desempeño de 2022. Los ingresos por venta de hidrocarburos están batiendo todos los récords. Prácticamente, Rusia ha logrado sustituir los activos retenidos en bancos occidentales y mantener sus reservas en un nivel bastante similar al que tenía antes de sufrir el latrocinio de Estados Unidos y sus vasallos.
No sólo el conocido informe de la RAND había predicho la escalada de la guerra de este año. Así lo había anunciado el asesor principal de Zelensky, Oleksiy Arestovich, en 2019. Así también lo predijo William J. Burns, actual Director de la CIA y ex-embajador en Rusia, como demuestra un cable de Wikileaks. La Ley de Préstamo y Arrendamiento a Ucrania, puesta en marcha cuando fallaron todos los programas anteriores de ayuda, se comenzó a tramitar en enero de 2022, un mes antes del inicio de las hostilidades. Las violaciones del alto en fuego recogidas por la OSCE en febrero también presagiaban una invasión, como prueban definitivamente documentos incautados del Comandante de la Guardia Nacional de Ucrania.
Se daba por hecho que Rusia entraría en la guerra para defender al Donbass. Ese era precisamente el plan, debilitar a Moscú en una guerra interminable para evitar que pueda seguir proyectando su influencia en el exterior e incluso balcanizarla. Pero también frenar la integración europea y la integración euroasiática con China en la diana y, por encima de todo, detener el inevitable alumbramiento de un mundo multipolar que es más tangible cada día que pasa.
Sin embargo, gran perdedora de esta guerra no será Rusia, será Europa, fundamentalmente por los efectos secundarios de las sanciones impuestas desde EEUU que ya golpean a las clases más desfavorecidas con desabastecimiento e inflaciones desorbitadas. Pero serán especialmente África, Oriente Medio y los países emergentes quienes pagarán las veleidades norteamericanas. Una vez más.
Juanlu González
Red de Intelectuales en Defensa de la Humanidad. Capítulo Estado Español.