Descentrados

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Pocos dudan de que la extrema derecha está sufriendo un proceso de revitalización en nuestro país. No hay más que tirar de memoria o de hemeroteca para darse cuenta de que al menos sus acciones tienen más repercusión mediática. No me refiero con esto a bandas de skins racistas o de peñas futboleras de descerebrados, sino a grupos de gente de cierta posición, para nada marginales o excluidos de la sociedad, que vienen usando la retórica ultraconservadora, a veces cercana a lo que conocemos por neonazismo pero con una innegable componente cañí que abraza rancios conceptos que parecían enterrados con el NoDo.

La inesperada y nunca digerida derrota del PP en las últimas generales, el atentado de Madrid y la previa polarización de la sociedad divorciada nítidamente de las posturas belicistas del anterior gobierno de derechas han contribuido a radicalizar posiciones y a distanciarse de lo que conocemos como una oposición civilizada, europea, de estado o al menos como la practicada en su día por el PSOE, esa oposición de pactos nacionales, de mano tendida en aspectos de interés general que hizo a Zapatero acreedor del título oficial de bambi del reino.
El viaje nunca acabado hacia el centro político del PP se quedó en muy poco tiempo parado en sus primeras estaciones. Concretamente durante la segunda legislatura y más especialmente durante los años de oposición, no sólo no se continuó el periplo sino que se tomó el camino de vuelta y se terminó en en posiciones de partida que bien podrían recordar a los tiempos de la Alianza Popular tardofranquista y a la refundación de la derecha con la incorporación de los elementos más irredentos del antiguo régimen pertenecientes claramente a grupos de naturaleza ultra.

peñon de alhucemas

El Peñón de Alhucemas, un islote «español «pegado a la costa marroquí a muchos kilómetros de la Península e incluso de Melilla


¿Qué ha sucedido para que estos representantes de la caverna hayan optado por abandonarla y salir a la luz? Es bien fácil de analizar. Tras la ruptura democrática y una incompleta transición que nunca llegó a más por los temores reales de involucionismo, los herederos de la dictadura públicamente aceptaron el nuevo orden y se aclimataron lo mejor que pudieron a la situación aunque cargados de los complejos derivados de haber iniciado una guerra civil y haber sido cómplices de 40 años de represión que llevaron a la tumba a decenas de miles de personas. No era nada de lo que sentirse orgullosos, desde luego.

No obstante, en aquellos tiempos ya bramaban contra el título VIII de la Constitución que consagraba el llamado estado de las autonomías y se oponían a la descentralización administrativa esgrimiendo argumentos como la indisolubilidad de la patria similares a los que utilizan estos días. Sin embargo, a regañadientes tuvieron que aceptarlo, dado que el estado español siempre ha sido plurinacional y pluricultural. Ver a Fraga asentado en la presidencia del gobierno regional de Galiza era la prueba más patente de ello.

Tras llegar al poder después del negro final del felipismo, mucha gente llegó a alegrarse porque la alternancia en el poder era síntoma de madurez y la “nueva” derecha se presentaba como moderna y civilizada, no en vano gobernó con el apoyo de los partidos nacionalistas periféricos. Muchos otros defendíamos que únicamente se trataba de un disfraz, que no dejaban de ser cantos de sirena, lobos con piel de cordero. Hasta que dieron la cara. Entonces todo el mundo pudo ver quién era realmente el Partido Popular. Para ellos, ser alguien en el concierto de naciones era hacer seguidismo del más fuerte aunque su incondicional aliado también fuera valorado internacionalmente como el principal peligro para la paz y la estabilidad del mundo en una cuestación demoscópica sin precedentes a nivel mundial. Años sin recibir a presidentes autonómicos, desprecio absoluto por el parlamento, incumplimientos electorales referidos a la reforma del Senado para convertirlo en una verdadera cámara de representación territorial y un elenco de leyes jacobinas que cada vez chocaban competencialmente con las autonomías conforma una parte del bagaje del aznarismo. Su obsesión con el terrorismo finalmente pudo con la etapa más negra de la política de la democracia española, la extravagante gestión de los días posteriores al atentado del 11M, las mentiras acumuladas sobre el desastre del Prestige y las armas de destrucción masiva acabaron por mandar a la oposición a su partido. Y es que llovía sobre mojado, el pueblo simplemente le retiró la confianza a los que habían hecho de la mentira y la soberbia dos herramientas de gobierno.

Pero el legado del aznarismo dejó bien pertrechada una involución conservadora que aún colea con fuerza. Básicamente, pretendía hacer de la rancia derechona del país a gentes orgullosas de pertenecer a esa inclinación política, de considerarse —en petit comité— herederos de los valores políticos, sociales y religiosos de la dictadura de Franco. Para ello no dudaron en reescribir la historia contemporánea de nuestro país usando el argumentario de la propaganda fascista. Cuatro conversos a la nueva fe liberal, el término derecha queda abolido por caduco en su argot, deseosos de ser tan puros como los cristianos viejos fueron aupados por medios de comunicación y editoriales afines como los voceros del resurgimiento de la nueva derecha.

Con un eco limitado a un círculo —aunque amplio— formado por aquellos que deseaban ser adoctrinados aunque con un nula repercusión en círculos académicos e incluso objeto de burlas por especialistas en la materia, los libros, artículos y parrafadas radiofónicas revisionistas han calado entre los antaño maricomplejines de derecha. Hoy ser facha, perdón liberal, está guay. Como los neocons de su idolatrada EEUU abrazan la utopía liberal en lo económico y mantienen también el conservadurismo más talibán e integrista cristiano en lo social. Y claro, de aquellos polvos vienen estos tóxicos lodos.

Desde el prisma ultra, bambi es un peligroso rojo separatista. De nuevo ahondar en el estado de las autonomías es romper España. Tratar de acabar para siempre con ETA es claudicar ante el terrorismo. Colaborar con Marruecos es regalar Ceuta y Melilla. Ampliar los derechos a los homosexuales es acabar con la familia… y así ad infinitum. Tienen el norte cambiado.

De aquel centrismo que no fue, sólo quedan algunos cadáveres de algún ingenuo que creyó la retórica inicial que usaron los populares para llegar al poder. Ante la dificultad de recuperar un espacio que les fue prestado, parecen ahora virar de nuevo a estrribor donde tienen el público más fiel, los nacional católicos. Curiosamente un fiscal de la Audiencia Nacional ya vinculó al líder y fundador de la CEDADE, el grupo neonazi con el Partido Popular en 2003. Si aplicásemos la lógica que ellos mismos predican y practican en Euskal Herria, hace tiempo que estarían ilegalizados.

Conforme vaya pasando el tiempo y España no se haya segregado en 40 pedazos y no se haya convertido ni en un estado federal, cuando la economía siga funcionando relativamente bien a pesar de los precios del petróleo, cuando el rey lleve aún en su cabeza la corona que le puso el dictador, cuando la poligamia sólo siga siendo un hecho en occidente en los Estados Unidos, cuando las colonias africanas sigan siendo plazas vergonzantes en suelo marroquí… ¿qué se inventarán para continuar jugando al victimismo y a la confrontación fraticida?

2 Comentarios

  1. La Santa y Sagrada Transición
    ¿A quienes beneficiaron los silencios pactados de la transición?

    Belén Meneses [28.10.2005 09:42]

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    Recientemente, viendo en televisión las imágenes de un grupo de fascistas coléricos escupiendo su fanatismo contra Santiago Carrillo, me preguntaba si el derroche de generosidad demostrada por la izquierda española durante la tan mitificada transición democrática, ha cumplido su propósito de concordia y reconciliación entre españoles, o si tal vez pecamos de cierta candidez inducida por los temores y la incertidumbre del momento.
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    Con la muerte de Franco comenzó para los sectores de la izquierda, (que habían sufrido la represión franquista en toda su intensidad), un periodo de reconciliación y de esperanza en la recuperación de la libertad, pero también fueron tiempos de múltiples renuncias, de perdonar a quienes nunca pidieron perdón y de olvidar injusticias y atrocidades, para afrontar el futuro sin el lastre del rencor y la rabia acumulados durante años. Tal fue la generosidad de aquella generación, que algunos de los responsables o cómplices de desapariciones, torturas y condenas a muerte todavía se pasean por el espectro político sin que nadie les haya exigido responsabilidades por su connivencia con el régimen franquista.
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    Pero, ¿qué significó la transición para la derecha reciclada del antiguo régimen? Conductas como las de estos acalorados energúmenos, que la única historia que conocen es la divulgada a través de los micrófonos de la emisora oficial de la Conferencia Episcopal Española (que lo mismo incita a la violencia a sus abnegados oyentes, que se mofa de la desgracia de quienes se juegan la vida para intentar escapar de la miseria o sugiere la invasión de Marruecos como medida preventiva contra la inmigración), y actitudes como las del Partido Popular y sus secuaces predicadores alentando la confrontación entre comunidades, desenterrando antiguos odios y fomentando nuevas fobias, inducen a pensar que la derecha intransigente que nos ha tocado en suerte, digna heredera del franquismo, continúa anclada en el pasado con el mismo discurso desaforado y apocalíptico que ha mantenido a lo largo de toda su existencia. No obstante, será la Historia la que ponga a cada uno en el lugar que le corresponde y disponga que grado de madurez, responsabilidad y capacidad de sacrificio corresponde a unos y a otros.
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    Al contrario que lo sucedido al término de la Guerra Civil, una vez desaparecido el dictador, la nueva España democrática no trajo consigo deseos de revancha, ni persecuciones, ni detenciones indiscriminadas, ni depuraciones políticas. La Ley de Amnistía promulgada en 1977 sepultó bajo un manto de impunidad los crímenes cometidos durante los oscuros años de la dictadura, permitió permanecer aferrados a sus cargos a responsabilidades políticas y militares sostenedores del antiguo régimen y mantuvo los privilegios económicos de la Iglesia católica, su influencia en la educación y su permanencia en la vida social del nuevo país ávido de paz y libertad. Los falangistas, que los años postreros a la Guerra Civil tomaron las calles de ciudades y pueblos dejando a su paso un pavoroso reguero de sangre, terror y muerte, se sacudieron con absoluta naturalidad los años bárbaros del franquismo, se infiltraron con vergonzosa impunidad en la nueva realidad del país, y embutidos en su disfraz de partido democrático, continuaron provocando con intimidaciones y amenazas, haciendo apología del fascismo amparándose en la libertad de expresión que con tanta saña habían perseguido.
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    Con la distancia histórica que proporcionan los veintiocho años transcurridos desde las primeras elecciones democráticas, deberíamos comenzar a comportarnos como un pueblo maduro y responsable de sus actos, huir de la de autocomplacencia que se apodera de nosotros cada vez que se menciona la Sagrada Transición y afrontar la necesidad de desmitificar el periodo de cambio de régimen, asumiendo sin complejos los errores que se cometieron y aceptando el hecho incuestionable de que la transición no fue ni tan incruenta ni tan modélica como siempre han querido hacernos creer.

    No se trata ahora de juzgar lo que se hizo, se dejó de hacer o pudo haberse hecho mejor en aquellos convulsos años, y aunque si bien es cierto que algunos pensamos que las fuerzas de izquierda pecaron de extremada cautela y excesiva moderación, no podemos perder de vista el marco político y social de la España posfranquista, donde una generación políticamente inexperta, nacida y curtida en una feroz represión ideológica, debió enfrentarse a la responsabilidad de democratizar un país ignorante y atrasado, a una población anestesiada por cuarenta años de restricciones, castigos y prohibiciones, al ruido de sables procedente de altos mandos militares temerosos de perder sus privilegios y a la resistencia de poderosos sectores políticos y económicos a pasar la negra página del franquismo. Debemos comenzar a romper pactos de silencio, sin aspavientos ni visionarias profecías de inminentes cataclismos, y asumir nuestro pasado para poder afrontar un futuro sin arrastrar los problemas y los traumas heredados de anteriores generaciones.
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    Reconocer los errores cometidos durante la no tan ejemplar transición no sólo es un ejercicio de responsabilidad colectiva, también representa un acto de justicia para quienes no pudieron disfrutar de las libertades conquistadas después de décadas de opresión, porque aquellos días perdieron la vida a manos de las represivas fuerzas policiales o de organizaciones de extrema derecha que no supieron estar a la altura de la nueva realidad que envolvía el país. Hechos como los de Montejurra, los trágicos sucesos de la huelga de Vitoria, los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha o el asesinato de un estudiante en una manifestación proamnistía, son puntos negros de nuestro pasado reciente que no podemos condenar al ostracismo.
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    Nuestro mayor escollo para emprender un profundo y objetivo análisis de este complejo periodo de nuestra historia sin que se nos acuse de romper no sé que espíritu o identidad, sigue siendo la actitud intolerante de los rancios sectores que más se beneficiaron de los pactos de silencio encubiertos por la Ley de Amnistía, que a pesar de ser quienes más trabas pusieron para lograr la democratización del país, invocan ahora al Espíritu de la Transición para justificar su rechazo visceral a cualquier cambio que implique un avance en conquistas sociales, derechos civiles o cuotas de mayor autogobierno para las comunidades autónomas. Desprecian cualquier gesto que suponga avanzar en el conocimiento de nuestra historia (la de verdad) y nos niegan el legítimo derecho, que ellos sí disfrutaron,de restablecer la dignidad y honrar como se merecen a quienes se opusieron al derrocamiento de la legalidad constitucional hace casi setenta años.
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    En esta nueva época de consolidación democrática, si se rinde homenaje a un combatiente republicano, hay que compensar haciendo lo propio con un oficial de Hitler que además no se reprime en hacer ostentación de su ideología nazi. Si se retiran las insultantes estatuas del dictador Francisco Franco, se hace con sigilo y nocturnidad, como si en lugar de un justo acto democrático estuviéramos cometiendo un grave sacrilegio. Por si esto no fuera suficiente, después de emprender el merecido reconocimiento de las víctimas de la Guerra Givil y del franquismo, resulta que hay que contentar también al bando que practicó la represión.
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    Visto lo visto, está meridianamente claro quienes se aprovecharon de la predisposición favorable de la izquierda a enterrar rencores y facilitar el entendimiento entre las dos Españas, y a quienes perjudicó la prepotencia de la derecha que entendió ese acto de generosidad como su derecho natural a imponer su voluntad, humillar y avasallar a quienes siguen considerando los vencidos de su guerra.

  2. «Lástima» por juanjo MILLÁS (04-11-2005)

    Tropezamos tantas veces en la misma piedra porque no escuchamos la voz de la experiencia. Hagámoslo por una vez y concluiremos que el PP adorará en tres o cuatro años el Estatuto tanto como ahora lo detesta. ¿No estuvieron en su día en contra de la Constitución, a la que más tarde convirtieron en un texto sagrado? También se opusieron a la Ley del Divorcio, que Cascos, entre otros cabecillas de ese partido, ha utilizado luego de forma compulsiva. Eso, por no hablar de las firmas que recogieron contra la Ley del Aborto, a la que no tocaron una coma cuando llegaron al poder. Podríamos llenar siete páginas con ejemplos como los señalados, aunque el más conmovedor es que reclamen la vuelta de González y Guerra, a quienes en su día dibujaban con rabo y cuernos. No lo duden, amigos, antes de diez años pedirán la beatificación de Zapatero.
    Sabiendo que llegan tarde a todo, parecería inútil discutir. Pero hay que hacerlo, porque se detecta en muchos de sus dirigentes el deseo de tropezar en la misma piedra dos veces, que es lo normal, y no 14 o 15 como vienen haciendo. Es verdad que presentaron ante el Constitucional un recurso contra los matrimonios entre homosexuales, pero lo hicieron de forma clandestina, a la hora de la siesta, para que no trascendiera. Y hasta Esperanza Aguirre cree que fue un error. Esperen a que vuelvan al poder y verán cómo no alteran ni una línea de esa Ley, de la que por entonces muchos de sus militantes habrán abusado tanto como Álvarez Cascos de la del divorcio. No podemos decir quién se casará con quién, porque ni los interesados lo saben. Tal es la ceguera que tienen sobre sí mismos.
    Lo malo es que entretanto el pobre Rajoy no puede hablar de vinos sin declarar que brinda con cava en la intimidad; ni de Barcelona sin añadir que no es anticatalanista; ni de sexo sin especificar que no es homófobo; ni de cine sin matizar que no odia a los actores; ni de árabes sin apostillar que no es racista; ni de religión sin jurar que respeta a los agnósticos. A este paso no podrá hablar de ciclismo sin jurar que no aborrece la Vuelta. Y todo por negarse a repasar no ya la historia de España, que, de acuerdo, es muy larga, sino la de PP, que se resume en un par de folios. Lástima.»

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