Hay científicos pa tó.
Publicado en Europa Sur, Diario del Campo de Gibraltar (Cádiz) el 8/12/92
Si consideramos al mito con una explicación como una explicación sagrada, trascendente, de los fenómenos naturales, aparentemente la frase “El mito de la ciencia o el optimismo tecnológico” no parece en absoluto congruente. Según la acepción más tradicional del término mito, éste va cediendo terreno cuando la ciencia, desde su objetivismo aséptico, desde sus posiciones más allá del bien y del mal, consigue ir dando soluciones a través de la Historia a aquellas cuestiones que inquietan al intranquilo ser del género humano.
Pero nuestra especie es mitológica por naturaleza. Desde aquellos primeros mitos cosmogónicos de las civilizaciones orientales hasta los cuerpos doctrinales de las religiones, siempre nos han acompañado en nuestra vida cotidiana. A veces por orgullo animal, por miedo a desaparecer sin más tras la muerte, a veces porque han utilizado ese miedo para la creación y disfrute de paraísos particulares en la tierra, no hemos parado de construirlos sin cesar.
Pero en los tiempos que corren, hay poco espacio para las creencias en un mundo por momentos más cuadriculado, monocolor, informatizado, frío, donde todo parece atado y bien atado. O al menos eso es lo que comúnmente se piensa. Sin embargo, los acontecimientos actuales demuestran que hoy pisamos los lodos de los polvos que antaño respirábamos. Lo único que hemos hecho —como en tantas otras cosas— ha sido cambiar de collar. Los sacerdotes que antes adorábamos, hoy ya no llevan sotana, llevan bata blanca de científico, pero rinden pleitesía al mismo poderoso caballero. Seguimos estando sujetos a los dueños de siempre, nada ha cambiado.
Ambas disciplinas humanas, religión y ciencia, se fundamentan en determinadas verdades entrecomilladas que llevan el apelativo de dogmas. En el caso de la religión, la existencia de los dogmas se admite sin tapujos —así les va—, pero no en el caso de la ciencia. Ello haría flaquear los cimientos mismos de su existencia y pondría en duda su credibilidad y honorabilidad ante las mansas masas que constituyen nuestras sociedades industriales avanzadas.
Todo esto viene a colación por el “casus belli” que enfrenta a la política de residuos del gobierno del Estado Español con amplios sectores de la sociedad de a pie. Como se sabe por los medios de comunicación, estos señores pretenden instalar una serie de plantas incineradoras para quemar tanto residuos tóxicos como urbanos. Quieren jugar con fuego y, si no nos movilizamos, nos van a quemar. A los de abajo se nos promete toda una cohorte de filtros que asegurarán el mantenimiento de nuestra salud. Con ellos, todo está bajo control, podemos colocar centenares de incineradoras sin que se resientan ni la calidad de vida humana ni la calidad ambiental del planeta. Pero, ¿es posible asegurar la ausencia de emisiones tóxicas a la atmósfera?, ¿son inertes del todo las cenizas resultantes del proceso de combustión?, ¿es el mejor método de eliminación de residuos?. De la disensión de los técnicos, de sus respuestas dispares deducimos que evidentemente no podemos tener la certeza de la inocuidad de las plantas. No obstante, si otorgamos el beneficio de la duda a nuestros papás —en el sentido freudiano de la palabra—, podemos presuponer a los responsables políticos buena voluntad y buen hacer.
Fijémonos entonces en la Directiva Comunitaria que regula la instalación de incineradoras. Viene a decir, más o menos, que habrá que tomar las medidas correctoras oportunas siempre que no encarezcan demasiado los costes de la planta. ¿Podemos fiarnos de tamaño argumento?. Lógicamente, no. Las dioxinas y los furanos generados durante la quema de residuos —las sustancias más contaminantes que se conocen, altamente cancerígenas— dejarán sentir sus efectos sobre la población muchos años después de la instalación de la central.
Nos podemos preguntar entonces cuál es el motivo que impulsa a nuestros gobernantes a incinerar los residuos. Parece que piensan que es la mejor manera de eliminarlos. Yo no soy un científico, pero en los primeros cursos del BUP estudié que ni la materia ni la energía se crean ni se destruyen así como así. De todo lo que quemamos —y me sigo permitiendo entrar en disquisiciones de los sumos sacerdotes— entre un 30 o un 40 por ciento queda reducido a cenizas que hay que enterrar o quitar de en medio. El resto, un 60 o un 70 por ciento, va a parar a la atmósfera, a una atmósfera saturada de CO2 causante del efecto invernadero, saturada de óxidos gaseosos causantes de lluvia ácida, a una atmósfera irrespirable y nociva para la salud en muchas ocasiones. No podemos permitirnos semejante lujo. Quieren jugar con fuego…
Desgraciadamente, la ciencia y su brazo armado —más peligroso aún— la tecnología, no pueden solucionarnos todos nuestros problemas. Más bien al contrario, no paran de crearnos muchos nuevos. Recordemos si no los desequilibrios ambientales del planeta, ahí están Chernobyl y Harrisburg, Hiroshima y Nagasaki, Bhopal y Sveso, la desertificación galopante de zonas semiáridas, el efecto invernadero, las enfermedades ambientales —un 60% de las que padecemos—, la miseria y el hambre en el mundo…
Puede pensarse que los desastres mencionados no tienen nada que ver con la ciencia en sí, que todo es debido a una mala utilización de los conocimientos científico técnicos. Y en cierto modo es verdad, pero hay que ser conscientes que cada vez que se apuesta por un modelo de desarrollo energético o un sistema de eliminación de residuos —valgan estos dos ejemplos significativos— están condicionando nuestras vidas y nuestro futuro más que muchas leyes emanadas por nuestros parlamentos.
La ciencia, las más de las veces, no es más que un mero instrumento al servicio del poder. Por tanto, siempre habrá batas blancas ligadas a él dispuestas a justificar todo lo que se les ordene que justifiquen. Ayudados por poderosas máquinas de propaganda, intentarán vendernos submarinos amarillos si llega el caso. En nuestras manos está el resistir y hacernos con los suficientes elementos de juicio para poder discernir en libertad para así participar —en la medida que nos dejen— en esa grandilocuente entelequia llamada democracia.
Juan Luis González Pérez
Hola:
Te encontr buscando sobre el optimismo tecnolgico.
Una exposicin muy interesante.
saludos
Gracias, si has visto la fecha, es del 92! era casi un cro, pero acabo de releerlo y parece que muy poco ha cambiado