Desmemoriados

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Recuerdo en mis años universitarios que un compañero de piso, alemán por más señas, traía entre sus libros de cabecera un ejemplar de una biografía de Buenaventura Durruti. Hasta esa fecha, lo único que sabía del mítico dirigente anarquista era que había luchado valientemente contra los ejércitos fascistas de Franco durante la Guerra Civil española.

Cuando me explicó la trascendencia de la revolución ácrata durante la contienda, las colectivizaciones, el funcionamiento de sociedades, pueblos enteros, explotaciones agrícolas e industrias durante meses o años, un sentimiento de fraude invadió a mi persona. Tuve la sensación de que una parte importante de nuestra historia reciente nos había sido robada conscientemente porque no convenía ni a la dictadura ni a los que vinieron después. Años más tarde tuve ocasión de visitar ciertas comarcas aragonesas durante unos cursos de verano sobre desarrollo rural. Allí pude comprobar in situ cómo el espíritu de Durruti aún seguía vivo en las cooperativas, los movimientos sociales, la participación ciudadana en los asuntos públicos… de muchos de los pueblitos serranos que conocí.

Pero en estos días, otra polémica relacionada con el robo de la memoria ha, nunca mejor dicho, salido a la luz. Las fosas comunes del franquismo van siendo localizadas y sus restos exhumados a pesar de los populares y de las trabas legales y burocráticas que no cesan de interponer cada vez que descubren un nuevo enterramiento colectivo.

La dictadura franquista fue sin duda una de las más sanguinarias de la historia contemporánea de la humanidad. Algunos escritores cifran en más de 50.000 las personas que la dictadura ajustició por motivos políticos. Por más que el Partido Popular trate de ocultarlo, la democracia española está suficientemente madura como para enfrentarse con frialdad a los hechos acontecidos en uno de los episodios más oscuros de nuestro pasado.

Las leyes de punto final camufladas en los Pactos de la Moncloa deben ser mirados como lo que realmente fueron, un pacto con los asesinos y los tiranos para que sus delitos quedaran impunes para siempre.

Pero aún cuando ahora no se trata de juzgar a los autores de hechos ya remotos, falta por articular un proceso político catárquico que incorpore al inconsciente colectivo la verdadera cara de los totalitarismos, ya sean vestidos de caqui o disfrazados de democracia. Por eso es importante que esa página de la historia no puedan borrarla, para que nunca más pueda reproducirse. La revisión de la figura de la monarquía, consecuencia directa del franquismo, deberá hacerse de manera paralela. Sólo así se cerrará realmente la transición y sus muchas heridas sin cicatrizar.

Copyleft Juanlu González

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