Si alguien afirma que vivimos en un momento donde las libertades individuales peligran como nunca antes durante los últimos decenios, probablemente le dirán que no tienen esa percepción de la realidad. Cuando se les comenta cómo se han cerrado medios de comunicación sin la intervención, por ejemplo, del poder judicial, la respuesta será que no se han enterado. Ese es el sino de nuestros tiempos.
Recuerdo en mi juventud una manifestación espontánea, inexplicablemente concurrida, que se produjo en mi pueblo natal, cuando la televisión local tuvo que dejar de emitir la señal en abierto de una cadena de televisión, especialmente casposa, de América Latina que emitía básicamente culebrones y concursos en los que regalaban sofás y neveras. Aquellas personas indignadas reclamaban en la calle, a grito pelado, la dosis de soma necesaria para vivir en su Mundo Feliz creado a base de dosis de utopiáceos de telenovela, 500 años antes de la fecha en la que Aldus Huxley situaba su obra cumbre.
Pero cuando cerraron RT o Sputnik no hubo protestas en las calles. Cuando echaron de los satélites europeos la señal de HispanTV, tampoco. Si cierran determinadas cuentas de FaceBook o de YouTube, nadie se escandaliza. Si encarcelan a periodistas por decir la verdad o por no seguir estrictamente el guión oficial marcado, no protesta ni su gremio, que es lo más corporativo del mundo cuando le interesa a sus patronos.
Supuestamente, en Europa vivimos en el paraíso mundial de las libertades. Estamos muy orgullosos de ello y se lo espetamos permanentemente a todo el mundo. Claro que cuando en España se ponen encima de la mesa los cantantes encarcelados, los políticos en el exilio, las revistas intervenidas, los periódicos cerrados, las bandas malditas a las que prácticamente no se les permite actuar, titiriteros acusados de apología del terrorismo… algunos al menos fruncen el ceño. Pero también es verdad que pocos cuestionan nuestro modelo democrático aunque sea de bajísima calidad. El menos malo posible —suelen decir.
En Europa y en España hay libertad de expresión y libertad de prensa, eso es incuestionable para la inmensa mayoría de la ciudadanía y es una de las bases de las democracias occidentales. Sin embargo, cuando se analiza para qué son o cómo se usan esas libertades, el modelo empieza a hacer aguas. Si, ante temas importantes, todos los medios dicen exactamente lo mismo, es que el sistema no funciona como debiera. Si además, se cierran los medios que se atreven a discrepar del pensamiento único, tenemos un serio problema. Así, formalmente tenemos un derecho que, de facto, no se ejerce. Pero no pasa nada, todo está correcto. Y si los medios censurados por el régimen no llegaban ni al 10% de la población, la gran masa no tendrá ni el mas mínimo conocimiento de las acciones antidemocráticas tomadas por la Unión Europea o del Estado español y seguirá viviendo en su burbuja narcotizadora.
Hace algunos meses, un seguidor en redes sociales me preguntó por qué había decidido dejar de publicar, que antes me leía a diario y que ya había dejado de actualizar los contenidos compartidos. Le contesté que no era así, que seguía mi mismo ritmo de ediciones. Al final, tras una serie de comprobaciones, llegamos a la conclusión de que había sido el algoritmo, un señor muy malo que hacía que las páginas de izquierda se volviesen poco menos que invisibles y que ni sus dueños —eso mantenían con toda la desfachatez del mundo— sabían ni cómo ni por qué actuaba de esa manera.
El caso es que la dictadura global de los media es más férrea y que las democracias occidentales cada vez lo son menos. Y no son dos procesos independientes, van estrechamente de la mano. Decía un periodista norteamericano, doblemente galardonado con el premio Pulitzer, Walter Lippmann, que aplicando estrategias de generación de consenso, es posible que el acto de votar sea completamente irrelevante. Si conocemos, cómo manufacturar el consenso de la población, «podemos asegurarnos que sus opciones y actitudes estén estructuradas de tal forma que siempre hagan lo que les digamos». O sea, que la masa tenga la ilusión de que vive en democracia porque vota, pero que realmente siempre va a votar dentro de los márgenes de lo que le dicen que vote.
Y es que Lippmann, que además de periodista, fue un filósofo e intelectual orgánico de los más importantes de EEUU del siglo XX, dedicó buena parte de su vida a tratar de hacer creer que en el capitalismo es posible la democracia, cuando el tiempo nos demuestra que son dos conceptos absolutamente incompatibles. El compañero Atilio Borón, lo reflejó magistralmente en su libro «Tras el búho de Minerva: mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo», donde demuestra a las claras que son realidades antagónicas , que el capitalismo va constriñendo la democracia hasta hacerla del todo irreconocible.
Los que llevamos toda la vida en la cosa pública hasta el punto de tener cierta perspectiva, sabemos que el campo de juego en el que se podía hacer política en los 80 era mucho más amplio que el actual, que ya nos dejan al arbitrio ciudadano una pequeña parte, siempre menguante, del lado derecho del campo. Sabemos que las políticas que se practicaban en aquellas décadas por el centro izquierda, hoy ni se atreven a plantearlas desde la izquierda considerada más radical. Cada día más ámbitos de la vida en sociedad permanecen fuera de la decisión de la clase política ni de los votantes. No son ellos los que realmente gobiernan en lo que importa, sobre todo en la economía.
Pero la aceptación de esta realidad sería imposible sin la complicidad de los grandes medios de comunicación. La libertad de prensa la ejercitan únicamente los dueños de los media, cada vez más grandes, concentrados, convertidos en oligopolios hasta el punto de que unas pocas multinacionales pueden modelar a la opinión pública de medio mundo. La ilusión de una prensa libre en occidente esconde que es esclava del capital y únicamente sirve a sus intereses, pero es necesario mantener la ficción porque el derecho a la información veraz es un derecho humano y una de las reconocidas bases de la democracia.
Afortunadamente, estudios demoscópicos del mundo de la academia le sacan los colores año tras año a la prensa corporativa española. Tenemos los medios menos creíbles de occidente, tras Estados Unidos. Este pasado año, por primera vez, los escépticos en las noticias (39%) superan a los que se fían de ellas (32%). Es una reacción natural a la degeneración del periodismo que sufrimos desde hace décadas en todo el mundo capitalista. Porque la concentración de los media ha demostrado que facilita la manipulación, amenaza la libertad expresión y la democracia, disminuye el pluralismo, facilita control de la información por el capital y los estados, tiende al oligopolio y al monopolio, controla la vida política y poderes públicos, considera información como mercancía para vender al mejor postor y provoca pérdida de calidad del periodismo.
Mucha gente hastiada se ha refugiado en las redes sociales, chiringuitos privados sin ningún tipo de controles democráticos, donde se están repitiendo y agravando ls malas prácticas de los media convencionales. El gobierno norteamericano ya los obligó a esconder los posts vinculados a noticias de medios de comunicación para evitar así que disminuyera la influencia de éstos, aunque este hecho conllevara pérdidas millonarias a las RR.SS. Empresas como Facebook tienen en plantilla por ejemplo al Consejo Atlántico (OTAN) para asesorar sobre qué censurar fuera de EEUU, porque para lo local ya se bastan solos. Además de los ya citados algoritmos contra medios de izquierdas, se practica con fruición la censura de entradas, el borrado de perfiles personales temporales o permanentes, se manipula la supuesta lucha contra las Fake News como arma de censura y el uso de las empresas de factchecking para que los de siempre decidan por nosotros en qué se puede creer y en qué no debemos creer.
La única solución contra la tiranía de los media pasa justo por librarnos de su influencia nefasta, por desmediatizarnos, sobre todo en tiempos de conflicto o de guerra como estos, donde la info que recibimos de ellos es poco mas que propaganda de bélica de parte. Esa es la mejor respuesta a los permanentes ataques a la libertad de expresión que padecemos secularmente. El año que viene el número de personas que desconfían de los grandes medios debe ser todavía mayor. Esa es nuestra mayor fortaleza. Ellos nos condenan como mínimo al ostracismo, condenémoslos a la irrelevancia. Sabemos que nuestras opiniones e informaciones jamás alcanzarán espacios masivos, pero ni falta que hace. No obstante, nunca dejaremos de luchar para que la verdad se abra camino. La guerrilla comunicacional no se detendrá mientras que los medios no se democraticen y cumplan su papel en la sociedad.
A este ritmo es probable que pronto estaremos en la clandestinidad. No es una exageración. Después de que cierren nuestros medios y nuestros canales, lo próximo será que traten de callarnos de otra manera mas expeditiva. Pero ya encontraremos los medios para que se oiga la voz de aquellos y aquellas que jamás la tuvieron. Aunque haya que volver a los muros, a las vietnamitas o a las radios de onda corta del siglo XXI como ya hicieran nuestros padres y abuelos.