Menospreciando el no francés

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El simplismo y el reduccionismo interesado de la clase política y de los medios de comunicación al analizar la victoria del No en el referéndum constitucional francés se hace más patente a cada día que pasa. Obedece a la suposición apriorística de que el tratado constitucional europeo es el mejor de los posibles y que, por tanto, la opinión pública no podía rechazarlo bajo ningún concepto. Y es que el no de Francia, país fundador y motor de la Unión Europea, apenas si estaba en los peores escenarios planteados y el necesario plan de contingencia ni siquiera estaba definido o pactado ante tal eventualidad. Es fácil recordar cómo, casi a modo de consigna, los días anteriores a la votación gala, algunas cadenas informaban de un espectacular remontada del Si y que, durante la jornada de reflexión, se tradujo en casi un empate técnico que pretendía movilizar a los indecisos más proclives al tratado. Todo fue en vano, el rechazo popular ha sido tajante y, además, se ha visto aderezado con una histórica participación desconocida para este tipo de consultas.

A estos inmovilistas sólo les quedaba pues menospreciar el sentido verdadero del voto, ningunearlo y achacarlo a motivaciones ajenas a las propias del debate sobre el futuro de Europa. Este análisis es bien fácil aplicarlo desde el Estado Español, puesto que aquí se recomendó votar a ciegas guiándonos sólo por la fe dogmática en la clase política, sin siquiera conocer el texto constitucional y azuzados por burdos sketchs publicitarios protagonizados por cantantes o futbolistas. La campaña institucional, que debiera haber sido únicamente de animación a la participación, se convirtió en pura propaganda a favor del Sí, por lo que el resultado final estaba cantado de antemano. La unanimidad era casi total. A pesar de ello, una vez más, ganó por goleada el abstencionismo y ello a pesar de que que España —dicen— es más europeísta que nadie y que debíamos estar muy agradecidos por que los convecinos nos habían ayudado a construir las nuevas carreteras o habían subvencionado nuestra agricultura y ganadería en los pasados años. ¡Como si el No fuera reflejo de un sentimiento antieuropeo!

Pero en Francia ese discurso es más difícil de mantener aunque no por ello no se haya intentado. Y es que parece ser que es la reacción natural de la clase política al quedar completamente desprestigiada por el resultado de las urnas. Si, como ha quedado de manifiesto, el Parlamento francés no representa al pueblo en un tema tan crucial y trascendente como el modelo de integración europea, ¿a quién representa? ¿a sí mismo? ¿a la clase política? Duro trago, sin duda, para los profesionales de la polis.

Obviar que buena parte de los votos de los franceses hayan tenido que ver con lo que se les preguntaba es un vano ejercicio condenado al fracaso. Vano porque en los debates en los medios de comunicación —que sí los ha habido— se ha hablado de Europa, vano porque la población francesa se ha documentado extensamente antes de votar como lo demuestra el hecho de que varios libros sobre la cuestión hayan sido los más vendidos durante los últimos tiempos, vano porque ningún partido representativo pedía castigar al ejecutivo rechazando la constitución europea.

¿Qué les queda ahora por hacer a los “padres” de la patria europea?. Para empezar deberían tratar de llamar a las cosas por su nombre. Un refundido de tratados comerciales no es una constitución, es otra cosa. Básicamente una constitución es un texto claro, breve, conciso, legible y accesible intelectualmente a buena parte de la población, que recoja el sentido de pertenencia a un estado de derecho, que determine el papel de las instituciones democráticas y su relación con la ciudadanía. Como nuestra propia carta magna, puede ser ambigua en materias donde no haya consenso para dejar abierto después a directivas o leyes su posterior interpretación y desarrollo. Debe tener mecanismos reglados de actualización permanente siempre que exista el consenso necesario para ello, nada de trabas temporales inamovibles.

Y como en cualquier proceso constituyente que se precie, es necesario dar participación previa a los posibles futuros signatarios, tienen que manejarse borradores intermedios que se trasladen a los representantes electos de la población, pero también a la sociedad civil. Finalmente, el proceso debería culminar con una cadena de referéndums —o mejor uno sólo simultáneo en toda la Unión— donde se apruebe definitivamente el texto o se devuelva a los corrales para su revisión. Sólo de esta manera, con democracia y transparencia, los europeos y las europeas podremos hacer nuestro un documento que hasta ahora se nos ha hurtado durante su concepción y génesis y que únicamente al final se nos pide que aplaudamos como convidados de piedra sin siquiera invitarnos a que lo conozcamos en profundidad. Claro, no vaya a ser que al hacerlo nos choque el abandono de los principios rectores que hasta ahora han definido a Europa, que nos demos cuenta que supone un grave riesgo de merma del estado del bienestar, que abraza la guerra preventiva, que consagra la pena de muerte en determinadas situaciones… que en definitiva signifique la entrega del viejo continente a las políticas neoconservadoras y ultraliberales.

Para este viaje no se necesitaban alforjas, para avanzar en la dirección que nos habían marcado era preferible seguir como estábamos. La responsabilidad de nuestros gobernantes es la de tomar buena nota del ejemplo francés (también del holandés) y rectificar. Aún estamos a tiempo, después de la reacción del pueblo galo, va a ser difícil seguir con este proceso que ya está herido de muerte. Algunos analistas alertan ya de que un nuevo y peligroso —por incontrolado y contagioso— populismo se ha levantado en Europa. Aunque pueda ser tremendamente prematuro hablar de ello y en todo caso la palabra viene cargada de tintes peyorativos, si ello significa que las minorías conscientes se puedan ir convirtiendo en mayorías pensantes, autónomas e independientes, bienvenido sea en todos los sentidos. Así sería más difícil que nos siguieran robando paulatinamente más y más capacidad de decisión a cada día que pasa para ponerla en manos alejadas de cualquier tipo de control democrático. Y ¿dónde mejor que en Francia para que ese fenómeno pudiera tener lugar cuando los principios rectores de la revolución francesa están siendo socavados por el liberalismo neoconservador?

Juanlu González

Enlazado en la web de Profesionales del Partido Comuista de Madrid

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